Primeras manifestaciones. –Heterodoxias. –Los agapetas. Prisciliano: descubrimiento de opúsculos suyos. –Sus doctrinas. –Juicio de ellas. –Baquiario. –Origenismo: los Avito.
La literatura cristiana, desenvuelta en pos de la conversión del imperio, es menos española, debido a su carácter religioso y cosmopolita. Llenan este período los poemas religiosos, hagiografías, tratados teológicos, disciplinarios y litúrgicos, sin que ni las obras de Osio, el elocuente obispo de Córdoba, propagador del platonismo, que pronunció la Fórmula de la fe en el concilio de Nicea y a quien se atribuye una traducción del Timeo, bien que la desempeñara por sí, o que la mandara ejecutar a Calcidio, brinden el mínimo interés para el pensamiento nacional.
Apenas cristianizada la península ibérica, florecen las heterodoxias, aunque ninguna con carácter nacional. Sin detenernos en los libeláticos, no disidentes, sino cobardes obispos y tibios creyentes, ni en las opiniones más o menos acertadas referentes a la Encarnación que se profesaron en la Bética, ni menos en el donatismo, el luciferianismo ni en las ráfagas arrianas, porque nada hay en ello de indígena ni de propiamente filosófico, señalaremos la intrusión en el siglo IV del gnosticismo, debida a Marco, el egipcio, y sus discípulos el retórico Elpidio y la matrona Agape, de cuyo nombre se derivó el de agapetas, aplicado a la nueva comunión. Del agapetismo aprendió Prisciliano, español, [16] rico y erudito, cualidades a que, según Sulpicio Severo, «mezclaba gran vanidad, hinchado con su falsa y profana ciencia».
De las ideas de Prisciliano, únicamente se sabía lo que cantaban sus enemigos, pues no poseíamos más que algunas líneas reputadas auténticas; pero en 1885 el doctor Jorge Schepss encontró en la biblioteca de la Universidad de Wurzbourg un códice del siglo V con once opúsculos anónimos. La lectura de ellos convenció al Dr. Schepss de que nadie podía ser su autor sino Prisciliano y divulgó su descubrimiento en una Memoria, a cuyo frente va un facsímile de una hoja del original, que presenta claros indicios de ser escritura española.
Es el primero de los opúsculos citados el Liber Apologeticus, en que Prisciliano rebate el libelo presentado por Itacio en el concilio de Zaragoza. El segundo, el Liber ad Damasum episcopum, relación de los sucesos que se desarrollaron desde la clausura del concilio hasta la llegada del autor a Roma, acompañado de una vindicación de su doctrina y conducta. Sigue el Liber de fide et apocryphis, en defensa de los libros apócrifos. Los siguientes, menos importantes, son: Tractatus ad populum I, Tractatus ad populum II, compuestos ambos de pláticas dirigidas al pueblo; Tractatus Genesis, Tractatus Exodi, no menos enderezados a la propaganda popular; dos tratados sobre los salmos primero y tercero, y la Benedictio super fideles, notable por su estilo oratorio, pero sin interés por lo que respecta a la doctrina. Completa este descubrimiento la compilación titulada Priscilliani in Pauli Apostoli Epistulas (sic) Canones a Peregrino Episcopo emendati. No se sabe quién sería este Peregrino que, según confiesa, expurgó la obra de Prisciliano y le antepuso un breve prefacio, ni hasta dónde logró alterar el primitivo texto. Al lado de tales testimonios, ayúdannos a reconstruir el credo priscilianista los escritos de Orosio y Santo Toribio, pues las noticias de éstos son las que reproducen Sulpicio Severo, San Agustín, San Jerónimo y San León. [17]
Parece que los priscilianistas daban enseñanza oral y reservaban ciertas doctrinas esotéricas para los perfectos. Prisciliano lo niega en el Apologético citado, mas hay indicios en el himno de Algirio que Jesús dijo secretamente a los apóstoles, en algunas abraxas y en las reuniones secretas de los afiliados.
Esta observación es importante, porque de lo contrario no podría explicarse la incoherencia de ciertas afirmaciones de Prisciliano. Hay que pensar que esas opuestas sentencias se hallaban armonizadas por vínculos que no conocemos. Una de estas contradicciones, probablemente aparentes, es la de no admitir distinción de personas en la esencia divina, sino sólo en los atributos, siendo el mismo Dios unas veces Padre, otras Hijo y otras Espíritu Santo, habiendo, por consecuencia de esta indivisibilidad, padecido las tres personas muerte en la cruz y admitir que el hijo era inferior y posterior al padre, el cual no tuvo hijo hasta que lo engendró.
En varias ocasiones, principalmente en los dos primeros opúsculos, Prisciliano hace una profesión de fe perfectamente ortodoxa y anatematiza con sospechosa insistencia las herejías de que era generalmente acusado; mas debe rebajarse mucho de su ortodoxia así como de sus negativas de las reuniones secretas, pues estos escritos eran alegatos ante jueces eclesiásticos que seguramente habían de condenar la herejía y los conciliábulos nocturnos.
Prisciliano aceptaba escrituras apócrifas. Según él, el canon bíblico no estaba cerrado y en el tercer libelo se esfuerza en demostrar que los mismos libros aceptados conceden autoridad a los apócrifos. Confesaba que estos últimos contenían doctrinas heréticas; pero pensaba que el buen juicio podía separar lo bueno de lo malo, es decir, que recomendaba en cierto modo el ejercicio del libre examen. Opinaba además que no existe sólo la revelación escrita, sino que hay otra revelación perpetua del Verbo, siendo el grado supremo de la fe el conocimiento de la Divinidad de Cristo. Reminiscencia acaso de los dogmas del [18] mazdeísmo, existe en la metafísica de Prisciliano un dualismo muy interesante. Según esta metafísica, el diablo no es obra divina, sino producto de las tinieblas, por lo cual nunca fue ángel. Y como le atribuye la creación de los cuerpos, le parece absurda la resurrección de la carne. Al lado de los cuerpos está el mundo de los espíritus, que, aunque dotados de una común esencia, poseen individualidad propia en consonancia con las aptitudes de su cuerpo.
Cada facultad anímica corresponde a un personaje del antiguo testamento, creencia que debe de ser simbólica por más que hoy no poseamos la clave del simbolismo. Las almas prometen luchar con valor en la vida y, descendiendo por los siete círculos celestes, en cada uno de los cuales habita una inteligencia, llegan al mundo inferior, donde el diablo las encarcela en cuerpos cuyos miembros dependen cada uno de un signo del Zodiaco. Purgaban así las almas la falta primitiva, y, como el mal es sombra, Cristo lo vence mostrándose a los hombres bajo una forma fantástica y clavando en la cruz el signo de su servidumbre.
Protesta con indignación el autor del cargo que se le dirige de rendir culto a los demonios y traza una demonología que difiere en parte de la gnóstica. Con no menos ardor se defiende del dictado de encantador, cargo que acaso le achacaran sus enemigos porque el pecado de la magia se condenaba con la pena de muerte. Al defenderse, desenvuelve cierto panteísmo, según el cual, una sustancia única se reparte entre los seres, coparticipando todos de la esencia divina, y torna al dualismo persa admitiendo la creación de los seres por dos principios, uno masculino y femenino el otro, que se subdistinguen en la naturaleza de Dios.
La moral de Prisciliano descansaba en el ascetismo con absoluto menosprecio de los goces mundanos. Practicaran o no sus prosélitos esa austeridad, él atribuye la animadversión de sus enemigos a que la conducta de los priscilianistas [19] era una reprobación de la licencia en que los contrarios vivían.
Como se ve, Prisciliano era fundamentalmente un gnóstico e intenta conciliar las dos direcciones en que se bifurcaba el gnosticismo, la panteísta y la dualista, tratando a la vez de armonizar la Biblia con el Zendavesta.
Hay dos circunstancias curiosas en la disidencia de Prisciliano: la primera, que preparó el pensamiento para la difusión en España del platonismo cristiano de San Agustín; la segunda, que al proclamar la libre interpretación, vino a ser un prematuro precursor de la reforma protestante.
Fue inmenso el número de eclesiásticos y seglares que se afiliaron al priscilianismo en todas las regiones de España. Asustado Adygino, obispo de Córdoba, recurrió a Idacio, prelado de Mérida, el cual extremó tanto el rigor, que obtuvo resultados contraproducentes, aumentando el número de los heterodoxos. Para atajar los progresos de la nueva secta, se reunió un concilio en Zaragoza (380) al cual no asistieron los disidentes; pero su jefe presentó su Apologético en contestación al capítulo de cargos formulado por Idacio. El concilio no se satisfizo, siendo excomulgados los obispos Salviano e Instancio y el mismo Prisciliano. Tales rigores no detuvieron el curso del priscilianismo, antes bien, aumentaron sus secuaces, y el mismo Adygino, que levantó el primero la voz contra la herejía, se pasó al campo enemigo, por lo cual fue depuesto. El emperador Graciano dio un rescripto en 381 que desterraba extra, omnes terras a los herejes españoles, resolución que pareció apagar la hoguera.
Prisciliano, elevado por los suyos a la sede de Ávila, consultó con los prelados de su partido el remedio para acabar con la discordia reinante en la Iglesia española y, al tener conocimiento del rescripto de Graciano, marchó a Roma, haciendo de paso muchos prosélitos en las Galias, entre ellos a Eucrocia, con cuya hija, Prócula, se dice mantuvo relaciones amorosas.
Llegado a Roma, negóse S. Dámaso a oírle y él entonces [20] le dirigió el Libelo ad Damasum, solicitando también que el obispo de Mérida, su enemigo, compareciese ante el Tribunal de S. Dámaso, y, si se negase por cualquier consideración, que ordenara el papa la reunión de un concilio provincial para fallar la controversia entre Idacio y él. Dirigióse después al emperador y consiguió la derogación del rescripto imperial.
Se devolvieron sus iglesias a los priscilianistas y comenzó la persecución de éstos a los ortodoxos en tales términos, que Ithacio, el obispo portugués, que más se había señalado contra aquéllos, se vio precisado a huir de la península. Ocurrió entonces la proclamación del español Clemente Máximo, que, después de destronar a Graciano, compartió con el andaluz Teodosio el poder imperial. Ithacio le presentó un hábil escrito contra los priscilianistas. El emperador remitió la decisión al Sínodo bordelés. Allí fue condenado y depuesto Instancio. Prisciliano apeló al emperador, el cual nombró juez de la cuestión al prefecto Evodio. Terminado el proceso, se mandó abrir otro nuevo en que el acusador no fue ya Ithacio, sino Patricio, oficial del fisco. Por la sentencia se condenó a muerte a Prisciliano y a los principales sectarios. Todos ellos fueron degollados en Tréveris (385) en tanto que los menos importantes se vieron desterrados y algunos apedreados por el pueblo.
El sangriento castigo de los heterodoxos priscilianistas indignó a S. Martín Turonense, el cual se dirigió a la corte, y, a cambio de comulgar con Ithacio y los demás instigadores del emperador, consiguió la revocación del rescripto. Efectuóse una reacción contra los antipriscilianistas, llamados también ithacianos, se atribuyó su conducta a animosidades personales, e Ithacio fue excomulgado (389) y depuesto de su silla; Idacio, su principal secuaz, tuvo que renunciar la mitra, y Rufo, otro de sus más ardientes partidarios, acusado de prestar fe a un impostor que embaucaba con falsos milagros al pueblo, perdió también su obispado. [21]
Animados los priscilianistas, trajeron a España los restos de sus mártires, los de Prisciliano entre ellos, y les tributaron culto de santos; constituyéronse en sociedades secretas, jurando no revelar a nadie lo que en ellas aconteciese; nombraron obispos y produjeron un cisma que sumió a la Iglesia española en la más completa anarquía. Tal era la confusión, que los mismos heterodoxos propusieron a S. Ambrosio renunciar sus opiniones, si hallaba fórmula de avenencia. S. Ambrosio escribió desde Milán a los obispos españoles aconsejándoles que recibiesen en su comunión a los gnósticos y maniqueos convertidos. Reunióse un concilio en Toledo (396), donde los priscilianistas declararon haber abandonado los errores de su secta; pero continuaron firmes en sus libros y prácticas. Aunque fracasó el primer intento de avenencia, el año 400, en el concilio de Toledo, llamado primero por no conservarse las actas del anterior, Simphosio, Dictino, Isonio, Vegetino, Comasio y todos los priscilianistas abjuraron en masa.
En este concilio se formó la Regula fidei contra omnes hereses, maxime contra Priscillianistas. Sólo persistieron en su fe algunos presbíteros, que fueron depuestos por el concilio, mas no todos los obispos españoles se conformaron con la absolución concedida a los priscilianistas después de su conversión y, negándose a comunicar con ellos, resucitaron las ideas luciferianas. Por todas partes se ordenaban y se deponían obispos, reinando tal desconcierto, que el papa Inocencio dirigió a los prelados españoles una Decretal en que encarecía la concordia; fustigaba a los luciferianos, excomulgando a los que no aceptasen las resoluciones del concilio toledano, y mandaba deponer a los obispos elegidos anticanónicamente (404).
A pesar de sus desventuras, el priscilianismo no se extinguió. En vano Honorio (409) rompió contra los priscilianistas, les condenó a perder sus bienes y sus derechos civiles, declaró libre al siervo que delatase a su señor e impuso multas a los funcionarios públicos remisos en perseguir [22] la herejía. Ya a mediados del siglo V, Santo Toribio, obispo de Astorga, se aplicó a arrebatar de manos de los fieles todos los libros priscilianistas y, comprendiendo que todavía este remedio era ineficaz, remitió al papa San León el Magno el Communitorium, enumeración de los errores consignados en los libros apócrifos, y el Libellus, donde refutaba el priscilianismo. San León aconsejó la celebración de un concilio nacional, o, si esto era imposible por el estado de guerra en que ardía la península, un Sínodo de obispos gallegos. Celebróse el Sínodo, llamado de Aquis Caelenis, mas los heterodoxos, aun aparentando admitir la Assertio fidei, perseveraron en sus doctrinas y prácticas, hasta mediado el siglo VI. El priscilianismo se enterró en el concilio bracarense (567), donde por última vez condenaron diez y siete cánones las proposiciones de gnósticos y maniqueos. Como se ve, la doctrina de Prisciliano nada tiene de original ni de español. Se reduce a un sincretismo de la idea gnóstica oriental y poseía su parte exotérica y su esoterismo sólo comunicable a los perfectos.
Frente a Prisciliano, Baquiario, galaico, optimista e ignorante, de quien se conservan dos opúsculos sin interés, manifiesta su desconocimiento de la naturaleza y origen del alma y hasta del fondo del problema.
Contemporáneo del priscilianismo, brotó el origenismo en España. Dos presbíteros bracarenses llamados los dos Avito salieron el uno para Jerusalén y el otro para Roma. El primero se impregnó de las doctrinas de Orígenes y, vueltos ambos a España, convirtió al otro, que había adoptado las doctrinas platónicas de Mario Victorino. Comenzaron la propaganda del origenismo, extremando las ideas del maestro y estableciendo que todo estaba realmente en el pensamiento divino antes de poseer existencia exterior. La sustancia era una sola desde el ángel al demonio, de donde se deducía que no podía haber penas eternas y aun el mismo diablo acabaría por salvarse, pues su esencia, que era la de Dios, quedaría buena, así que el fuego consumiera la parte accidental, que era la mala. [23]
El mundo es un lugar de expiación para las almas que pecaron en anteriores existencias. Los cuerpos celestes son entidades vivas y racionales; los seres, todos imperfectos; los mismos ángeles necesitan redención y Cristo ha debido adoptar la forma de cada jerarquía de seres que ha tenido necesidad de redimir. Este panteísmo platónico conquistó gran número de sectarios en Galicia y Portugal. San Agustín, a instancias del obispo Orosio, refutó las doctrinas de los Avito en su tratado Contra Priscillianistas et Origenistas. Tan rápido como su desarrollo fue el descenso del origenismo, y desde su desaparición no se registra ninguna otra disidencia en la España romana. [24]
*Se ignora autor